lunes, 14 de septiembre de 2015

Dios y audacia. “El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

“El Fundador del Opus Dei.” 
“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

II. Dios y audacia

1. Los frutos del odio
“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada
Los factores que rigen la vida española de 1936 a 1939, años de guerra civil, son de carácter tan trágico que, para interpretar debidamente los sucesos de ese periodo, se requiere una mínima y previa comprensión del entramado político en que se desarrollan.

Dentro de ese marco circunstancial resalta, con grandiosidad heroica, y a la vez humilde, la figura del Fundador del Opus Dei. Sin embargo, un enfoque desviado de la realidad histórica haría ininteligible el alcance y razón de su conducta.

Más aún si se tiene en cuenta que un factor clave de la tragedia española fue de índole religiosa. Guerras civiles no han faltado en España, pero un aspecto peculiar de la de 1936 es que se desencadenó en el país una de las persecuciones religiosas más enconadas y sangrientas registradas en veinte siglos de Cristianismo |# 1|.


En el breve espacio de meses corrió la sangre mártir de una docena de Obispos y más de seis millares de sacerdotes y religiosos. Ese simple dato —impresionante, desnudo y objetivo— ilumina tétricamente la escena.


Y es muy improbable que el lector pueda captar con rectitud, y en todo su significado, la conducta del Fundador si prescinde de estos sucesos. Por otra parte, también le resultará un tanto incomprensible el comportamiento del sacerdote si no penetra anticipadamente en la raíz cristiana de las motivaciones que le llevaron a perdonar de todo corazón a los culpables, desagraviar al Señor por los crímenes cometidos y aprender, para el futuro, la lección de la historia.
En julio de 1936 existía por todo el país, sin excepción de campos ni ciudades, una enorme tensión, hecha de reivindicaciones sociales, del quebranto de la economía nacional, del desprestigio de la acción de gobierno y de frustrados sentimientos regionalistas. Todo ello en medio de huelgas continuas, hambre, desórdenes, y agitadores revolucionarios que azuzaban a las masas y favorecían de rechazo las posturas contrarrevolucionarias partidarias de medidas de fuerza. El régimen, al borde del colapso, se tambaleaba al choque de los extremismos, mientras una conjura militar preparaba un golpe de Estado para restablecer los fundamentos de la perdida autoridad de la República. ¿Cómo fue posible llegar a tal extremo? |# 2|
No es preciso remontarse a las centurias pasadas, a las guerras civiles del siglo XIX, al retraso histórico en establecer los principios democráticos en las instituciones políticas |# 3|, o achacar la gravedad del conflicto al carácter belicoso del español. Cuando cayó la Monarquía y se estableció la República en 1931, media España saludó su advenimiento con regocijo y esperanza. Se inauguraba una nueva etapa, que podía haber rectificado errores e implantado un régimen democrático, justo y representativo. Pero, desde que se constituyó un Gobierno provisional hasta que se hubo elaborado la nueva Constitución, los gobernantes y los diputados de las Cortes Constituyentes imprimieron al nuevo régimen un estilo frecuentemente radical, difícilmente aceptable para buena parte de los españoles |# 4|.
La historia de la segunda República española, entre el periodo que va de su instauración en 1931 hasta el comienzo de la guerra civil en 1936, es sumamente agitada. Fácilmente pueden distinguirse varias etapas: un primer periodo constituyente, al que sigue un bienio de reformas radicales en lo referente a la Iglesia, el Ejército, la educación y las cuestiones regional, agraria y laboral |# 5|. El descontento generado por la actuación de los gobiernos cuajó en un minoritario y mal organizado pronunciamiento militar de signo monárquico, que fracasó en Sevilla en el verano de 1932. No fue ni el primero ni el único intento de cambiar el curso de los acontecimientos por la fuerza. La vida política española, teñida ya de radicalismo, se hacía cada vez más violenta. Vienen luego las elecciones generales, en noviembre de 1933, y la Cámara cambia de color político. La anterior mayoría, dominada por socialistas y republicanos de izquierda, es sustituida por otra, formada por la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) y los partidos radical, liberal-demócrata y agrario |# 6|. Los representantes de la CEDA, el partido más numeroso de la nueva mayoría, aceptando el postulado de la indiferencia de la forma de gobierno —Monarquía o República— se proclamaban conservadores y defensores de los ideales católicos. El nuevo bienio —1934-1935— se caracteriza por una política que trata de modificar los extremismos del período precedente. Esta nueva etapa también se pretendió truncar mediante una acción de fuerza, esta vez más intensa, mejor preparada y de mayor alcance que la de 1932: fue el intento revolucionario izquierdista de 1934, que fracasó en Madrid y Cataluña y triunfó en Asturias, donde se vivió una sangrienta revolución |# 7|, que hizo necesario acudir al ejército para dominarla y restaurar el orden constitucional |# 8|.
A partir de la revolución de octubre de 1934, se aceleró el desgarramiento de toda la nación. Sectores de derechas e izquierdas se inclinaron hacia los extremismos políticos, sin posible componenda. De manera que, al faltar el entendimiento entre los moderados de uno y otro bando, no se pudo contener la marcha decidida hacia un enfrentamiento, fuera de los cauces democráticos.
En febrero de 1936, las fuerzas políticas de derechas e izquierdas (estas últimas unidas bajo el programa del Frente Popular) acudieron a las urnas de las elecciones generales, buscando muchos de los integrantes de uno y otro bando, más que el poder democrático, la potencia política para aplastar definitivamente al enemigo. Las fuerzas de izquierda ganaron ajustadamente unas elecciones que por desgracia tampoco sirvieron para pacificar los ánimos. Al contrario, con una izquierda cada vez más dividida, el enconamiento entre los antagonistas políticos continuó su escalada hasta precipitar al país, sin que se encontrara remedio, por la vía del desorden. La convivencia estaba rota |# 9|.
El odio entre los adversarios no era puramente político. Cabe rastrear sus raíces en un tormentoso proceso, que corre a lo largo del siglo XIX y contrapone el tradicionalismo conservador al liberalismo progresista. A ello habría que añadir la resistencia de muchos capitalistas y propietarios a resolver urgentes problemas de justicia laboral, agudizando viejas tensiones sociales, mientras la propaganda demagógica incitaba a la lucha armada del proletariado. El fermento del odio se infiltró en el alma de los ciudadanos, anegándola de rencor y violencia. Otras causas próximas del conflicto fueron los errores cometidos por los gobiernos republicanos. Por ejemplo, las reformas de Azaña, que afectaron principalmente al Ejército y a la Iglesia. El primero de estos estamentos fue humillado innecesariamente, alejando a muchos militares de la causa republicana, poniéndoles ante la tentación conspiratoria y golpista. En cuanto a la Iglesia, las medidas profundamente laicistas respondían a una ideología sectaria, sin tener en cuenta que la mayoría de la población la formaban católicos practicantes |# 10|. Otros errores, como algún caso de soborno y de cohecho entre algunos gobernantes del segundo bienio, miembros del Partido Radical, la falta de sensibilidad social o de sentido de la oportunidad en otros, el radicalismo generalizado en la política europea de esos años y la crisis de las democracias, contribuyeron a desprestigiar todavía más el régimen y a confirmar a los violentos en su recurso a una solución radical y traumática |# 11|.
Finalmente, no faltó el detonador, un grave suceso que precipitó la decisión de algunos que dudaban |# 12|, y el entendimiento entre los Carlistas y el General Mola, Director de la insurrección: el asesinato de José Calvo Sotelo, uno de los líderes monárquicos de la oposición parlamentaria, el 13 de julio de 1936. Lo llevaron a cabo fuerzas de Orden Público, en represalia por el también reciente asesinato del teniente de la Guardia de Asalto José Castillo. A los pocos días se produjo el estallido de las sublevaciones |# 13|.
Las primeras fuerzas que se sublevaron fueron las guarniciones militares de las plazas africanas |# 14|, a última hora del 17 de julio. Al gobierno no le cogió de sorpresa la conjura militar, pero creyó poder dominar la rebelión ya que los puestos clave del Ejército estaban en manos de generales afectos al ejecutivo. A las veinticuatro horas la situación era bastante confusa, pues algunas guarniciones se iban sumando a los rebeldes, mientras los partidos de izquierda y las organizaciones sindicales obreras exigían del gobierno que se armara a las milicias del pueblo |# 15|. En la noche crítica del 18 al 19 de julio el Presidente de la República buscó una solución transitoria a la nueva situación. El gobierno de Casares Quiroga fue sustituido por el de Martínez Barrio, con ministros más moderados, con el fin de atraerse a los generales de esa misma tendencia. Enseguida, ese nuevo gobierno sufrió, lo mismo que el anterior, la presión de los partidos y sindicales obreras para armar a las milicias socialistas y comunistas |# 16|. Las autoridades se resistieron a dar armas a los afiliados a los sindicatos, aunque ya en la madrugada del 19 de julio, miles de obreros circulaban por Madrid armados con los fusiles que les habían entregado horas antes en algunos cuarteles. Pero en el Cuartel de la Montaña, a pesar de las órdenes contradictorias recibidas, se negaron terminantemente a entregar las armas del depósito a las milicias revolucionarias.
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