“El Fundador del Opus Dei.”
“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada
II. Dios y audacia
1. Los frutos del odio
“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada
Los factores que rigen la vida española de 1936 a 1939, años de guerra civil, son de carácter tan trágico que, para interpretar debidamente los sucesos de ese periodo, se requiere una mínima y previa comprensión del entramado político en que se desarrollan.
Dentro de ese marco circunstancial resalta, con grandiosidad heroica, y a la vez humilde, la figura del Fundador del Opus Dei. Sin embargo, un enfoque desviado de la realidad histórica haría ininteligible el alcance y razón de su conducta.
Más aún si se tiene en cuenta que un factor clave de la tragedia española fue de índole religiosa. Guerras civiles no han faltado en España, pero un aspecto peculiar de la de 1936 es que se desencadenó en el país una de las persecuciones religiosas más enconadas y sangrientas registradas en veinte siglos de Cristianismo |# 1|.
En el breve espacio de meses corrió la sangre mártir de una docena de Obispos y más de seis millares de sacerdotes y religiosos. Ese simple dato —impresionante, desnudo y objetivo— ilumina tétricamente la escena.
Y es muy improbable que el lector pueda captar con rectitud, y en todo su significado, la conducta del Fundador si prescinde de estos sucesos. Por otra parte, también le resultará un tanto incomprensible el comportamiento del sacerdote si no penetra anticipadamente en la raíz cristiana de las motivaciones que le llevaron a perdonar de todo corazón a los culpables, desagraviar al Señor por los crímenes cometidos y aprender, para el futuro, la lección de la historia.
En julio de 1936
existía por todo el país, sin excepción de campos ni ciudades, una enorme
tensión, hecha de reivindicaciones sociales, del quebranto de la economía
nacional, del desprestigio de la acción de gobierno y de frustrados
sentimientos regionalistas. Todo ello en medio de huelgas continuas, hambre,
desórdenes, y agitadores revolucionarios que azuzaban a las masas y favorecían
de rechazo las posturas contrarrevolucionarias partidarias de medidas de
fuerza. El régimen, al borde del colapso, se tambaleaba al choque de los
extremismos, mientras una conjura militar preparaba un golpe de Estado para
restablecer los fundamentos de la perdida autoridad de la República. ¿Cómo fue
posible llegar a tal extremo? |# 2|
No es preciso
remontarse a las centurias pasadas, a las guerras civiles del siglo XIX, al
retraso histórico en establecer los principios democráticos en las
instituciones políticas |# 3|, o achacar la gravedad del conflicto al carácter
belicoso del español. Cuando cayó la Monarquía y se estableció la República en
1931, media España saludó su advenimiento con regocijo y esperanza. Se
inauguraba una nueva etapa, que podía haber rectificado errores e implantado un
régimen democrático, justo y representativo. Pero, desde que se constituyó un
Gobierno provisional hasta que se hubo elaborado la nueva Constitución, los
gobernantes y los diputados de las Cortes Constituyentes imprimieron al nuevo
régimen un estilo frecuentemente radical, difícilmente aceptable para buena
parte de los españoles |# 4|.
La historia de la
segunda República española, entre el periodo que va de su instauración en 1931
hasta el comienzo de la guerra civil en 1936, es sumamente agitada. Fácilmente
pueden distinguirse varias etapas: un primer periodo constituyente, al que
sigue un bienio de reformas radicales en lo referente a la Iglesia, el
Ejército, la educación y las cuestiones regional, agraria y laboral |# 5|. El
descontento generado por la actuación de los gobiernos cuajó en un minoritario
y mal organizado pronunciamiento militar de signo monárquico, que fracasó en
Sevilla en el verano de 1932. No fue ni el primero ni el único intento de
cambiar el curso de los acontecimientos por la fuerza. La vida política
española, teñida ya de radicalismo, se hacía cada vez más violenta. Vienen
luego las elecciones generales, en noviembre de 1933, y la Cámara cambia de
color político. La anterior mayoría, dominada por socialistas y republicanos de
izquierda, es sustituida por otra, formada por la CEDA (Confederación Española
de Derechas Autónomas) y los partidos radical, liberal-demócrata y agrario |#
6|. Los representantes de la CEDA, el partido más numeroso de la nueva mayoría,
aceptando el postulado de la indiferencia de la forma de gobierno —Monarquía o
República— se proclamaban conservadores y defensores de los ideales católicos.
El nuevo bienio —1934-1935— se caracteriza por una política que trata de
modificar los extremismos del período precedente. Esta nueva etapa también se
pretendió truncar mediante una acción de fuerza, esta vez más intensa, mejor
preparada y de mayor alcance que la de 1932: fue el intento revolucionario
izquierdista de 1934, que fracasó en Madrid y Cataluña y triunfó en Asturias,
donde se vivió una sangrienta revolución |# 7|, que hizo necesario acudir al
ejército para dominarla y restaurar el orden constitucional |# 8|.
A partir de la
revolución de octubre de 1934, se aceleró el desgarramiento de toda la nación.
Sectores de derechas e izquierdas se inclinaron hacia los extremismos
políticos, sin posible componenda. De manera que, al faltar el entendimiento
entre los moderados de uno y otro bando, no se pudo contener la marcha decidida
hacia un enfrentamiento, fuera de los cauces democráticos.
En febrero de 1936,
las fuerzas políticas de derechas e izquierdas (estas últimas unidas bajo el
programa del Frente Popular) acudieron a las urnas de las elecciones generales,
buscando muchos de los integrantes de uno y otro bando, más que el poder democrático,
la potencia política para aplastar definitivamente al enemigo. Las fuerzas de
izquierda ganaron ajustadamente unas elecciones que por desgracia tampoco
sirvieron para pacificar los ánimos. Al contrario, con una izquierda cada vez
más dividida, el enconamiento entre los antagonistas políticos continuó su
escalada hasta precipitar al país, sin que se encontrara remedio, por la vía
del desorden. La convivencia estaba rota |# 9|.
El odio entre los
adversarios no era puramente político. Cabe rastrear sus raíces en un
tormentoso proceso, que corre a lo largo del siglo XIX y contrapone el
tradicionalismo conservador al liberalismo progresista. A ello habría que
añadir la resistencia de muchos capitalistas y propietarios a resolver urgentes
problemas de justicia laboral, agudizando viejas tensiones sociales, mientras
la propaganda demagógica incitaba a la lucha armada del proletariado. El
fermento del odio se infiltró en el alma de los ciudadanos, anegándola de
rencor y violencia. Otras causas próximas del conflicto fueron los errores
cometidos por los gobiernos republicanos. Por ejemplo, las reformas de Azaña,
que afectaron principalmente al Ejército y a la Iglesia. El primero de estos
estamentos fue humillado innecesariamente, alejando a muchos militares de la
causa republicana, poniéndoles ante la tentación conspiratoria y golpista. En
cuanto a la Iglesia, las medidas profundamente laicistas respondían a una
ideología sectaria, sin tener en cuenta que la mayoría de la población la
formaban católicos practicantes |# 10|. Otros errores, como algún caso de
soborno y de cohecho entre algunos gobernantes del segundo bienio, miembros del
Partido Radical, la falta de sensibilidad social o de sentido de la oportunidad
en otros, el radicalismo generalizado en la política europea de esos años y la
crisis de las democracias, contribuyeron a desprestigiar todavía más el régimen
y a confirmar a los violentos en su recurso a una solución radical y traumática
|# 11|.
Finalmente, no faltó
el detonador, un grave suceso que precipitó la decisión de algunos que dudaban
|# 12|, y el entendimiento entre los Carlistas y el General Mola, Director de
la insurrección: el asesinato de José Calvo Sotelo, uno de los líderes
monárquicos de la oposición parlamentaria, el 13 de julio de 1936. Lo llevaron
a cabo fuerzas de Orden Público, en represalia por el también reciente
asesinato del teniente de la Guardia de Asalto José Castillo. A los pocos días
se produjo el estallido de las sublevaciones |# 13|.
Las primeras fuerzas
que se sublevaron fueron las guarniciones militares de las plazas africanas |#
14|, a última hora del 17 de julio. Al gobierno no le cogió de sorpresa la
conjura militar, pero creyó poder dominar la rebelión ya que los puestos clave
del Ejército estaban en manos de generales afectos al ejecutivo. A las
veinticuatro horas la situación era bastante confusa, pues algunas guarniciones
se iban sumando a los rebeldes, mientras los partidos de izquierda y las
organizaciones sindicales obreras exigían del gobierno que se armara a las
milicias del pueblo |# 15|. En la noche crítica del 18 al 19 de julio el
Presidente de la República buscó una solución transitoria a la nueva situación.
El gobierno de Casares Quiroga fue sustituido por el de Martínez Barrio, con
ministros más moderados, con el fin de atraerse a los generales de esa misma
tendencia. Enseguida, ese nuevo gobierno sufrió, lo mismo que el anterior, la
presión de los partidos y sindicales obreras para armar a las milicias
socialistas y comunistas |# 16|. Las autoridades se resistieron a dar armas a
los afiliados a los sindicatos, aunque ya en la madrugada del 19 de julio,
miles de obreros circulaban por Madrid armados con los fusiles que les habían
entregado horas antes en algunos cuarteles. Pero en el Cuartel de la Montaña, a
pesar de las órdenes contradictorias recibidas, se negaron terminantemente a
entregar las armas del depósito a las milicias revolucionarias.
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