sábado, 17 de enero de 2009

Unión de los cristianos


OCTAVARIO POR LA UNION DE LOS CRISTIANOS

Extractos del libro "Hablar con Dios" de Francisco Fernández Carvajal.


Cada año, del 18 al 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo, la Iglesia dedica ocho días a pedir especialmente para que todos aquellos que creen en Jesucristo lleguen a formar parte de la única Iglesia fundada por Él.
León XIII, en 1897, en la Encíclica Satis cognitum, dispuso ya que fueran consagrados a esta intención los nueve días que median entre Ascensión y Pentecostés. En el año 1910, San Pío X trasladó la celebración a los días 18 al 25 de enero de cada año (entre las fiestas de la Cátedra de San Pedro, que se celebraba entonces el día 18 de este mes, y la Conversión de San Pablo ).
El Concilio Vaticano II, en el Decreto sobre ecumenismo, instaba a esta oración, «conscientes de que este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas y la capacidad humana» (Decr. Unitatis redintegratio, 24).

1ER DIA DEL OCTAVARIO

JESUCRISTO FUNDO UNA SOLA IGLESIA


Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica (1). ¡Cuántas veces a lo largo de nuestra vida hemos hecho esta profesión de fe, saboreando cada una de estas notas: una, santa, católica y apostólica! Pero en estos días en que la Iglesia nos propone una Semana para rezar con más fervor por la unidad de los cristianos, estaremos unidos en la oración al Papa, a los Obispos, a los católicos de todo el mundo y a nuestros hermanos separados. Éstos, aunque no tienen la plenitud de fe, de sacramentos o de régimen, tienden a ella, impulsados por el mismo Cristo, que quiere ut omnes unum sint (2), que todos, y de modo particular los cristianos, lleguen a la unidad en una sola Iglesia, la que Cristo fundó, aquella que permanecerá en el mundo hasta el fin de los tiempos.
Creo en la Iglesia, que es una... La unidad es nota característica de la Iglesia de Cristo y forma parte de su misterio (3). El Señor no fundó muchas iglesias, sino una sola Iglesi.

Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentran muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad de Cristo» (4). En ocasiones se ha comparado la Iglesia a la túnica de Cristo, inconsútil, de una sola pieza, sin costuras, tejida de arriba abajo (5): no tiene costuras para que no se rompa (6), afirma San Agustín.

El Señor manifestó de muchas maneras su propósito de fundar una sola Iglesia. Nos habla de un solo rebaño y un solo pastor (7), nos advierte de la ruina de un reino dividido en facciones contrapuestas -omne regnum divisum contra se, desolabitur (8)-, de una ciudad cuyas llaves se entregan a Pedro (9) y de un solo edificio construido sobre el cimiento de Pedro (10)...
Hoy, en la Comunión de los Santos, en la que de forma diversa participamos, nos unimos a tantos y tantos en todo el mundo que, con pureza de intención, piden: ut omnes unum sint, que todos seamos uno, en un solo rebaño bajo un solo Pastor, que no se desgaje nunca más una rama del árbol frondoso de la Iglesia. ¡Qué dolor cuando algún sarmiento se separa de la vid verdadera!

La solicitud constante de Jesús por la unidad de los suyos se manifestó de una manera particular en la oración de la Ultima Cena, que es, a la vez, como el testamento que nos deja a los discípulos: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros... No sólo ruego por ellos, sino también por los que creerán en Mí por las palabras de ellos, para que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado (11).

Ut omnes unum sint... La unión con Cristo es causa y condición de la unidad de los cristianos entre sí. Esta unidad es uno de los mayores bienes para toda la humanidad, pues, siendo la Iglesia una y única, aparece como signo ante las naciones para invitar a todos a creer en Jesucristo, el Salvador único de todos los hombres; Ella continúa en el mundo esa misión salvadora de Jesús. El Concilio Vaticano II, haciendo referencia a los fundamentos del ecumenismo, relaciona la unidad de la Iglesia con su universalidad y con esta misión salvadora (12).

(1) Símbolo Nicenoconstantinopolitano. Denz 86 (150).- (2) Jn 17, 21.- (3) Cfr. PABLO VI, Alocución 19-I-1977.- (4) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 8.- (5) Cfr. Jn 19, 23.- (6) Cfr. SAN AGUSTIN, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 118, 4.- (7) Jn 10, 16.- (8) Mt 12, 25.- (9) Mt 16, 19.- (10) Mt 16, 18.- (11) Jn 17, 11; 20-21.- (12).

domingo, 11 de enero de 2009

Jasús es bautizado



EL BAUTISMO DEL SEÑOR

Recogido de Hablar con Dios. de Francisco javier Fernández Carvajal.

Este domingo, que sigue inmediatamente a la Solemnidad de la Epifanía, la liturgia nos presenta el Bautismo del Señor en el Jordán, y nos introduce en la intimidad del misterio de su Persona y de su misión. A la vez, nos da la oportunidad de agradecer los innumerables dones que Cristo nos otorgó el día en que fuimos bautizados. La Iglesia nos exhorta en el día de hoy a reafirmar «con renovado ardor de fe los compromisos que un día asumieron por nosotros nuestros padres, padrinos y madrinas con las promesas bautismales» y a renovar «nuestra firme y ferviente adhesión a Cristo y la voluntad de luchar contra el mal» (Juan Pablo II).




Hay una manifestación del misterio trinitario en el Bautismo de Cristo.
Posteriormente podemos considerar nuestra filiación divina en Cristo por el sacramento del Bautismo.
Para acabar con una proyección del Bautismo en la vida diaria.






I. Apenas se bautizó el Señor se abrió el cielo, y el Espíritu Santo se posó sobre Él como una paloma. Y se oyó la voz del Padre que decía: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto (1).
Hace aún pocos días celebrábamos la Epifanía, la manifestación del Señor a los gentiles, representados en aquellos hombres sabios que llegaron a Jerusalén preguntando por el nacido rey de los judíos. Ya había tenido lugar una primera revelación a los pastores, que, en la misma noche de la Navidad, se dirigen al lugar donde ha nacido el Niño, a quien le llevan sus presentes. También la fiesta de hoy es una epifanía, una manifestación de la divinidad de Cristo señalada por la voz de Dios Padre, venida del Cielo, y por la presencia del Espíritu Santo en forma de paloma, que significa la Paz y el Amor. Los Padres de la Iglesia suelen señalar una tercera manifestación de la divinidad de Jesús. Ésta tendrá lugar en Caná de Galilea, donde, a través de su primer milagro, Jesús manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él (2).
En la Primera lectura de la Misa (3), Isaías anuncia la figura del Mesías: He aquí mi siervo..., mi elegido, en quien se complace mi alma. Sobre Él he puesto mi Espíritu... La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará... Yo, el Señor, te he llamado... para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas. Esta descripción profética tiene su plena realización en el Bautismo del Señor. Entonces descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre Él, y se oyó una voz que venía del cielo: Tú eres el Hijo mío, el amado, en Ti me he complacido (4). Las tres divinas Personas de la Trinidad intervienen en esta gran epifanía a orillas del Jordán: el Padre hace oír su voz, dando testimonio del Hijo, Jesús es bautizado por Juan, el Espíritu Santo desciende visiblemente sobre Él. La expresión de Isaías mi siervo es sustituida ahora por mi Hijo amado, que indica la Persona y la naturaleza divina de Cristo.
Con el Bautismo de Jesús se inicia de modo solemne su misión salvadora. A la vez, el Espíritu Santo comenzaba por medio del Mesías su acción en las almas, que durará hasta el fin de los tiempos.
La liturgia propia de este domingo es especialmente apta para que recordemos con alegría nuestro Bautismo y sus consecuencias en nuestra vida. Cuando San Agustín menciona en sus Confesiones el día en que recibió este sacramento, lo recuerda con profundo gozo: «rebosante de dulzura extraordinaria, aquellos días no me saciaba de considerar la profundidad de su designio para la salvación del género humano» (5). Con ese gozo hemos de recordar hoy que hemos sido bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
El misterio del Bautismo de Jesús nos adentra en el misterio inefable de cada uno de nosotros, pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia (6). Hemos sido bautizados no sólo en agua, como hacía el Precursor, sino en el Espíritu Santo, que nos comunica la vida de Dios. Demos gracias hoy al Señor por aquel día memorable en el que fuimos incorporados a la vida de Cristo y destinados con Él a la vida eterna. Alegrémonos de haber sido quizá bautizados a los pocos días de haber nacido, como es costumbre inmemorial en la Iglesia, en el caso de neófitos hijos de padres cristianos.

II. Fuimos bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, para entrar en comunión con la Trinidad Beatísima. En cierto modo se han abierto para cada uno de nosotros los cielos, a fin de que entremos en la casa de Dios y conozcamos la filiación divina. «Si tuvieses piedad verdadera -enseña San Cirilo de Jerusalén-, también descenderá sobre ti el Espíritu Santo y oirás la voz del Padre desde lo alto que dice: éste no es el Hijo mío, pero ahora después del Bautismo ha sido hecho mío» (7). La filiación divina ha sido uno de los grandes dones que recibimos aquel día en que fuimos bautizados. San Pablo nos habla de esta filiación y, dirigiéndose a cada bautizado, no duda en pronunciar estas dichosísimas palabras: Ya no eres esclavo sino hijo: y si hijo, también heredero (8).
En el rito de este sacramento se indica que la configuración con Cristo tiene lugar mediante una regeneración espiritual, como enseñaba Jesús a Nicodemo: quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios (9). «El Bautismo cristiano es, en efecto, un misterio de muerte y de resurrección: la inmersión en el agua bautismal simboliza y actualiza la sepultura de Jesús en la tierra y la muerte del hombre viejo, mientras que la emersión significa la resurrección de Cristo y el nacimiento del hombre nuevo» (10). Este nuevo nacimiento es el fundamento de la filiación divina. Y así, por este sacramento, «los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él; reciben el espíritu de adopción de hijos, por el que clamamos Abba! ¡Padre! (Rom 8, 15), y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre» (11). Esta filiación lleva consigo la aniquilación de todo pecado del alma y la infusión de la gracia.
Por el Bautismo se perdonan el pecado original y todos los pecados personales, y la pena eterna y temporal debida por los pecados. El ser configurados con Cristo resucitado, simbolizado en la emersión del agua bautismal, indica que la gracia divina, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo se han asentado en el alma del bautizado, la cual se ha constituido en morada de la Santísima Trinidad. Al cristiano se le abren las puertas del Cielo, y se alegran los ángeles y los santos. En la naturaleza humana permanecen aquellas consecuencias del pecado original que, si bien proceden de él, no son en sí mismas pecado, pero inclinan a él; el hombre bautizado sigue sujeto a la posibilidad de errar, a la concupiscencia y a la muerte, consecuencias todas ellas del pecado original. Sin embargo, el Bautismo ha sembrado ya en el cuerpo humano la semilla de una renovación y resurrección gloriosas. ¡Qué diferencia tan enorme entre la persona que iba, o llevaban, camino de la iglesia para recibir este sacramento, y la que vuelve ya bautizada! El cristiano «sale del Bautismo resplandeciente como el sol y, lo que es más importante, vuelve de allí convertido en hijo de Dios y coheredero con Cristo» (12).
Demos muchas gracias al Señor por tanto bien, que querríamos comprender hoy en toda su grandeza. Por último, te pedimos..., Señor, humildemente que escuchemos con fe la palabra de tu Hijo para que podamos llamarnos y ser, en verdad, hijos tuyos (13). Es nuestro mayor deseo y nuestra más grande aspiración.
III. En la Segunda lectura, San Pedro recuerda aquel comienzo mesiánico de Jesús, que estaba en la mente de muchos de los que le escuchaban y del que algunos de ellos habían sido testigos oculares. Conocéis -les dice el Apóstol- lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque todo comenzó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo... (14).
Pertransivit benefaciendo..., pasó haciendo el bien... Éste puede ser un resumen de la vida de Cristo aquí en la tierra. Ése debe ser el resumen de la vida de cada bautizado, pues toda su vida se desenvuelve bajo el influjo del Espíritu Santo: cuando trabaja, en el descanso, cuando sonríe o presta uno de los innumerables servicios que conlleva la vida familiar o profesional...
En la fiesta de hoy se nos invita a tomar renovada conciencia de los compromisos adquiridos por nuestros padres o padrinos, en nuestro nombre, el día de nuestro Bautismo; a reafirmar nuestra ferviente adhesión a Cristo y la voluntad de luchar por estar cada día más cerca de Él; y a separarnos de todo pecado, incluso venial, ya que al recibir este sacramento fuimos llamados a la santidad, a participar de la misma vida divina.
Es precisamente este Bautismo el que «nos hace "fideles" -fieles, palabra que, como aquella otra, "sancti" -santos, empleaban los primeros seguidores de Jesús para designarse entre sí, y que aún hoy se usa: se habla de los "fieles" de la Iglesia» (15). Seremos fieles en la medida en que nuestra vida -¡tantas veces lo hemos meditado!-esté edificada sobre el cimiento firme y seguro de la oración. San Lucas nos ha dejado escrito en su Evangelio que Jesús, después de haber sido bautizado, estaba en oración (16). Y comenta Santo Tomás de Aquino: en esta oración, el Señor nos enseña que «después del Bautismo le es necesaria al hombre la asidua oración para lograr la entrada en el Cielo; pues, si bien por el Bautismo se perdonan los pecados, queda sin embargo la inclinación al pecado que interiormente nos combate, y quedan también el demonio y la carne que exteriormente nos impugnan» (17).
Junto al agradecimiento y la alegría por tantos bienes como nos han llegado en este sacramento, renovemos hoy nuestra fidelidad a Cristo y a la Iglesia, que, en muchas ocasiones, se traducirá en la fidelidad a nuestra oración diaria.


(1) Antífona de entrada. Cfr. Mt 3, 16-17.- (2) Jn 2, 11.- (3) Is 42, 1-4;6-7.- (4) Lc 3, 22.- (5) SAN AGUSTIN, Confesiones, I, 9, 6.- (6) Jn 1, 16.- (7) SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis III, Sobre el Bautismo, 14.- (8) Gal 4, 7.- (9) Jn 3, 5.- (10) JUAN PABLO II, Angelus 8-I-1989.- (11) CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 6.- (12) SAN HIPOLITO, Sermón sobre la Teofanía.- (13) Oración después de la comunión.- (14) Segunda lectura. Hech 10, 34-38.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 622.- (16) Cfr. Lc 3, 21.- (17) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 39, a. 5.