Merece consideración que Jürgen Habermas, en un artículo reciente sobre ciudadanos religiosos y seculares en un Estado moderno, renuncie explícitamente a definir al Estado moderno como Estado secular. Y precisamente por este motivo exacto: tal definición haría de los ciudadanos religiosos ciudadanos de segunda clase. Pero, ¿no nos encontramos en un dilema? ¿No está condenado al fracaso todo intento de neutralizar la oposición entre fe y no fe, y de ordenar la comunidad humana poniendo entre paréntesis la cuestión de la verdad? ¿Pueden los creyentes renunciar a convertir en legislación lo que consideran mandamientos de Dios, cuando lleguen a ser la mayoría en un Estado? Y al revés, ¿no es comprensible que incrementes rechacen una legislación cuyos fundamentos no son plausibles para ellos? ¿Acaso no puede comprenderse que digan a los creyentes: Nadie os obliga a abortar a vuestros hijos, a divorciaros, a establecer vínculos homosexuales, a visitar Peep-Shows, a matar a vuestros parientes cuando la vida se les haga incómoda a ellos o ellos sean incómodos para vosotros? Nadie os dificulta que recéis , que vayáis a la Iglesia, que cuidéis gratuitamente a los enfermos de sida. Pero, por favor, permitid que otros hombres piensen de modo diferente que vosotros, y vivan como les guste.
La respuesta del Islam a este respecto es clara: el mandamiento de Dios no regula sólo la vida privada, sino también la pública. No permite tolerar una desobediencia pública a estos mandamientos, y menos que se abandone la verdadera fe. Hace varios siglos, la respuesta de la Iglesia era muy semejante a la musulmana; pero hace mucho que ya no lo es. A algunos les parece que la posición actual de la Iglesia es un compromiso inaceptable con el secularismo. La respuesta musulmana parece tener la lógica de su parte.
Y, si esto es así, entonces parece plausible que ciudadanos tanto cristianos como seculares vean en la extensión del Islam un peligro para la subsistencia de una sociedad libre, es decir, el peligro de la teocracia
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