Que un hombre, como también un animal, no responda a la fuerza de atracción sexual del otro sexo es claramente un defecto biológico, como aparece también en el resto de la naturaleza, un fallo de la naturaleza, como escribía Aristóteles. Pues la supervivencia del género humano descansa en esta fuerza de atracción. Si un hombre que sufre este defecto e inclina sus tendencias sexuales al propio sexo, sigue o no esta tendencia, es una cuestión moral, que no debe interesar al legislador estatal. El Estado no tiene nada que buscar en los dormitorios, excepto en caso de violación o corrupción de menores. Pero el Estado sí tiene un legítimo interés en que esta tendencia no se extienda, por la propaganda o por una pedagogía correspondiente, más allá de los que ya tienen esta disposición. Ante todo, contradice completamente a la razón institucionalizar de alguna manera uniones de este género y acercarlas a lo que es el matrimonio.
El interés público en la institución de la unión permanente de dos personas de diferente sexo está relacionado, naturalmente, con que de esta unión pueden provenir niños, y normalmente vienen. Si no, también podrían casarse los hermanos.
Y no se encuentra realmente motivo alguno por el que la comunidad de vida, por ejemplo, de un párroco y su hermana, que cuida la casa, no pueda ser una institución jurídicamente privilegiada, como también una comunidad de tres personas, o un matrimonio entre tres, una pequeña comunidad de vida religiosa o la convivencia de un pequeño círculo de amigos del mismo sexo.
Que la comunidad de vida privilegiada públicamente tenga que ser sexual, que no pueda establecerse entre parientes, etc., que existan todas estas restricciones se basa en una imitación del matrimonio que no puede fundamentarse ya con ningún argumento racional. Que alguien se vaya a la cama con otra persona, sólo es de interés público en relación con los eventuales niños que pueden provenir de este género de unión.
Completamente absurdo es ya que se otorgue a parejas semejantes el derecho a la adopción de niños. Esto esconde un individualismo craso, según el cual los niños existen para satisfacción de los padres. La única pregunta legítima, ¿qué es lo mejor para los niños?, pasa a segundo plano.
Nada justifica aceptar que para estos niños, que ya tienen el difícil destino de no poder crecer con los propios padres naturales, sea indiferente si pueden experimentar el ser hombres desde el inicio en la forma dual y polar de los dos sexos, es decir, en la forma plena, o han de hacerlo en la forma reducida de una comunidad homosexual.
Que sea una suerte adquirir un carácter homosexual creciendo en una comunidad homosexual, no querrá decirlo nadie en serio. Tras esta exigencia hay un ataque de principio contra algo que pertenece esencialmente a la vida, la normalidad.
Y además una normalidad no arbitraria, sino caracterizada por la naturaleza específica de una especie.
Robert Spaemann
No hay comentarios:
Publicar un comentario