La selva con ciudades como Iquitos es todo un mundo, donde los nativos viven como cuando se inició la llegada de los españoles .
En la sierra
es donde viven los peruanos más desamparados. Allí se aborda un destartalado vehículo, mezcla de ómnibus y camión, con fecha de nacimiento desconocida, pero con un motor potente capaz de enfrentar y superar los retos que impone una carretera serrana que tiene que subir y bajar por los impresionantes cerros de los Andes, bordeando de vez en cuando hondos precipicios casi cortados a pico, una carretera que unas veces es arenosa, otras pedregosa, otras fangosa y otras perdida por las altas punas, donde todo vestigio son las huellas que dejó el vehículo anterior, que pasó no se sabe cuanto tiempo antes. A veces las huellas se pierden y el chofer se deja llevar por un particular instinto que nunca le falla. De cuando en cuando, lo mismo de madrugada que en pleno día, el chofer detiene el atípico vehículo, lo arrima a un lado de la carretera, a la que se denomina con excesivo optimismo “la pista”, y se echa un sueño de minutos o de horas, sin que nadie proteste, porque bien saben los pasajeros que las curvas pronunciadas y los abismos, en los que allá abajo se ve la corriente del río, exigen tener los ojos muy abiertos y el pulso bien firme. Otras veces el chofer aprovechará alguna de las numerosas paradas para refrescar su sed con alguna gaseosa o, lo que es más inquietante, con alguna cerveza, que será protestada tímidamente por las señoras que viajan y aceptada resignadamente en silencio por los hombres, que no se sienten con autoridad moral para recriminarle los tragos porque probablemente ellos llevan una buena cantidad adentro. El camión que hace el recorrido de Huarochirí a Lima luce en lo alto de la cabina unas letras grandes, escritas sobre una madera, que dicen: “El León Huarochirano”. Por momentos suena a león, porque algunas cuestas son muy pendientes, y el motor consigue empujar el camión a cinco por hora, mientras emite un sonido ronco que recuerda el rugido del león.
El paisaje es grandioso: al fondo de las quebradas estrechas, corre un pequeño río de aguas trasparentes en verano y turbias por las lluvias en invierno, poblado de abundantes truchas que pocos pescadores inquietan. Las laderas están tapizadas de arbustos y diferentes tipos de vegetación que dan toda una gama de variados tonos de verdes, salpicados por flores de retama amarilla. De vez en cuando algún condor, rey de las alturas andinas, recorre la quebrada, en busca de su presa. La parte alta de los cerros es seca y pedregosa, muy árida, siempre amenazando, porque en época de lluvias se deshace en ríos de lodo y piedras, algunas de ellas de dos o tres metros de altura, que bajan de los cerros y arrasan todo lo que encuentran. A lo lejos se divisan las cumbres de los Andes, que sobrepasan los cinco mil metros, y ponen al paisaje una corona de nieves perpetuas.
Quince horas después se pone pies en la capital:
es la costa
En 1952, el centro de Lima, y más tarde en La Colmena, es donde viven dos sacerdotes y tres o cuatro profesionales, todos ellos jóvenes, españoles recién llegados al Perú, que traen entre manos el proyecto de dar a conocer el Opus Dei en su nuevo país. El proyecto no es fácil, porque nadie sabe qué es eso, no tienen dinero, no han estado nunca en ninguno de estos países y no tienen más que la referencia de unos pocos nombres que serán luego unos buenos amigos. Manuel Botas y Antonio Torrella son sacerdotes, antes han seguido una carrera universitaria, uno es ingeniero y el otro es abogado. Poco después llega otro sacerdote, Luis Tegerizo, que ha hecho derecho civil y eclesiástico. Ramón Mugica y Rafael Estartús son ingenieros, Jorge Boladeras es Químico y Luis Sánchez-Moreno, el único peruano, es abogado; con el paso de los años será sacerdote y llegará a ser arzobispo de Arequipa, su tierra natal. Todos ellos no tienen más credenciales que su trabajo profesional o su ministerio sacerdotal. Les mueve el deseo de hacerse uno más entre los peruanos, de trabajar codo a codo con ellos, y así explicarán lo que es el Opus Dei, porque esa Obra de Dios está hecha de trabajo bien realizado, que puede convertirse, si uno quiere, en ofrenda y alabanza al Creador. El mensaje del Opus Dei gira alrededor del trabajo y alrededor de la familia, unida y estable, en el que el amor entre los esposos y con los hijos se une como una sola cosa con el amor de Dios. Los recién llegados empiezan a trabajar. Pronto comprueban que un buen número de hombres y mujeres les entienden perfectamente.
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