Es una afirmación que toma cuerpo la construcción ideal típica no refleja perfectamente nuestra realidad.
En primer lugar, hay que precisar el concepto de creyente, el concepto de ciudadano religioso en contraposición con el secular. Pues hay diferencia si hablamos de musulmanes o de cristianos. Y es diferente si hablamos de creyentes en la Revelación o de hombres que creen en la existencia de Dios, pero no en la revelación de su voluntad a través de un libro o a través de otros hombres. Normalmente, esta última categoría es ya bastante insignificante en el ámbito político, mientras que en la época de la Ilustración jugaba un gran papel. La mayoría de los llamados ilustrados en Europa no eran ni ateos ni agnósticos. Estaban de acuerdo con la idea cristiana de que existe un conocimiento puramente racional de Dios, y de que Dios, como escribe el apóstol Pablo, inscribió sus mandamientos en el corazón de los paganos, también sin Sinaí y sin Evangelio.
La Revolución Francesa, en la época del poder jacobino, castigaba el ateísmo con la pena de muerte. Los laicistas de hoy día, es decir, los ciudadanos seculares de hoy, ya no creen en una religión natural y en un conocimiento natural de Dios. La Ilustración, surgida en el seno de la Iglesia, había combatido, en nombre de la razón, a la fe cristiana en la Revelación. La diosa razón fue entronizada en el altar de Notre Dame en París. Hoy es la Iglesia quien defiende a la razón contra los autoproclamados herederos de la Ilustración. Fuera del cristianismo, la duda en la capacidad de la razón para conocer la realidad se ha convertido en la visión del mundo dominante. E igualmente la duda en la capacidad de la razón práctica para reconocer normas morales.
Escepticismo y relativismo cultural son los paradigmas dominantes. Friedrich Nietzche había diagnosticado esta evolución hace ya un siglo. Su tesis era: la razón ha destruido la fe en Dios. Pero con ello ha destruido sus propios fundamentos, la fe en algo así como la verdad y en la posibilidad de su conocimiento.
Si Dios no existe, entonces sólo hay perspectivas subjetivas, pero ninguna cosa en sí. Con ello se termina la Ilustración.
Hoy son los cristianos quienes sostienen la capacidad de la razón humana para alcanzar verdades universales, una posibilidad que ya negaba David Hume, cuando escribía: «We never do one step beyond our selves» (Nunca damos un paso más allá de nosotros).
Fe y confianza
La fe en una revelación divina presupone una confianza elemental en la razón humana, una confianza que, sin embargo, como Nietzsche observó correctamente, implícitamente ya es una fe. Una fe que significa que Dios es la verdad, que la verdad es divina.
En esto se funda la posibilidad de comprenderse con no cristianos en cuestiones referentes al ordenamiento humano de la vida. Los cristianos quieren una referencia a Dios en la Constitución de su país, porque sólo así se expresa que a los hombres no está permitido todo lo que puedan hace r, en el caso en que quieran darse así mismos, por vía de mayorías, un ius ad omnia, un derecho a cualquier cosa. Desean el reconocimiento de normas éticas como si Dios existiese, ya que no el de la existencia de Dios. Y esto significa simplemente el reconocimiento de una ley moral natural. Sólo con el fundamento de este reconocimiento es posible una pax
illis et nobis communis, una convivencia pacífica de cristianos y no cristianos en un país.
Un reconocimiento semejante significa el sometimiento de deseos, intereses y preferencias individuales bajo un criterio común. Sólo en base a un criterio semejante es posible un discurso público en el que verdaderamente esté supuesto el bien común, y en el que los argumentos no sirvan sólo al enmascaramiento de intereses. Los intereses chocarían entre sí, y se impondrían aquellos que fueran representados con mayor energía, aun cuando objetivamente no pudieran pretender tener el rango más elevado.
Pero si el rango no es ordenado objetivamente, todo discurso racional es sólo una velada lucha por el poder, como afirma por ejemplo Michel Foucault. Entonces, sin embargo, se pone en cuestión una base esencial de la democracia, pues la democracia vive de la fe en la posibilidad de un entendimiento racional. Sin la idea de un derecho según la naturaleza, que agradecemos a los griegos, no hay ninguna base común entre creyentes e increyentes. Pero quienes mantienen hoy esta idea son los cristianos católicos. Ala táctica de sus oponentes pertenece caracterizar esta idea de una ley moral natural como una idea cristiana y, por tanto, considerarla inaceptable para los no cristianos. Pero esto es injustificado.
Todo el que argumenta sobre cuestiones de justicia e injusticia presupone silenciosamente esta idea. A quien denuncie que un vecino le impide dormir, porque toca la trompeta entre las dos y las cuatro de la noche, el tribunal le hará justicia, aunque el trompetista explique que para él es algo existencialmente necesario y que sólo tiene tiempo por la noche. El interés en un mínimo de sueño tiene objetivamente la prioridad. Y también evidentemente el interés de un hombre ya engendrado en poder vivir toda una vida tiene la prioridad sobre el interés eventual de otro hombre –de su madre– de poder autodeterminarse sin cortapisas durante los nueve meses de embarazo. Después el niño puede ser dado en adopción. Todo el que juzgue sin prejuicios –pues la razón habla, como decía Diderot, «en el silencio de las pasiones»– concordará en esta preferencia. Sólo quien niegue por principio que existe una estructura objetiva de preferencia de intereses, aceptará que el interés evidentemente superior sea sacrificado al otro por una regulación liberal del aborto. O tomemos la cuestión de
la manipulación genética de la naturaleza humana, que rechazó hace poco Haberlas con argumentos claramente de derecho natural. Construir hombres según el proyecto de otros hombres choca con la igualdad fundamental de los hombres. Además, el hombre tiene derecho a conocer a sus progenitores.
Homosexualidad
Otro ejemplo: la homosexualidad. Que un hombre, como también un animal, no responda a la fuerza de atracción sexual del otro sexo es claramente un defecto biológico, como aparece también en el resto de la naturaleza, un fallo de la naturaleza, como escribía Aristóteles. Pues la supervivencia del género humano descansa en esta fuerza de atracción. Si un hombre que sufre este defecto e inclina sus tendencias sexuales al propio sexo, sigue o no esta tendencia, es una cuestión moral, que no debe interesar al legislador estatal. El Estado no tiene nada que buscar en los dormitorios, excepto en caso de violación o corrupción de menores. Pero el Estado sí tiene un legítimo interés en que esta tendencia no se extienda, por la propaganda o por una pedagogía correspondiente, más allá de los que ya tienen esta disposición. Ante todo, contradice completamente a la razón institucionalizar de alguna manera uniones de este género y acercarlas a lo que es el matrimonio.
El interés público en la institución de la unión permanente de dos personas de diferente sexo está relacionado, naturalmente, con que de esta unión pueden provenir niños, y normalmente vienen. Si no, también podrían casarse los hermanos.
Y no se encuentra realmente motivo alguno por el que la comunidad de vida, por ejemplo, de un párroco y su hermana, que cuida la casa, no pueda ser una institución jurídicamente privilegiada, como también una comunidad de tres personas, o un matrimonio entre tres, una pequeña comunidad de vida religiosa o la convivencia de un pequeño círculo de amigos del mismo sexo.
Que la comunidad de vida privilegiada públicamente tenga que ser sexual, que no pueda establecerse entre parientes, etc., que existan todas estas restricciones se basa en una imitación del matrimonio que no puede fundamentarse ya con ningún argumento racional. Que alguien se vaya a la cama con otra persona, sólo es de interés público en relación con los eventuales niños que pueden provenir de este género de unión.
Completamente absurdo es ya que se otorgue a parejas semejantes el derecho a la adopción de niños. Esto esconde un individualismo craso, según el cual los niños existen para satisfacción de los padres. La única pregunta legítima, ¿qué es lo mejor para los niños?, pasa a segundo plano.
Nada justifica aceptar que para estos niños, que ya tienen el difícil destino de no poder crecer con los propios padres naturales, sea indiferente si pueden experimentar el ser hombres desde el inicio en la forma dual y polar de los dos sexos, es decir, en la forma plena, o han de hacerlo en la forma reducida de una comunidad homosexual.
Que sea una suerte adquirir un carácter homosexual creciendo en una comunidad homosexual, no querrá decirlo nadie en serio. Tras esta exigencia hay un ataque de principio contra algo que pertenece esencialmente a la vida, la normalidad.
Y además una normalidad no arbitraria, sino caracterizada por la naturaleza específica de una especie.
Emancipación de la naturaleza
La defensa de una emancipación radical, no de la naturaleza humana, sino con respecto a la naturaleza humana, está caracterizada por un alto grado de irracionalismo. Para los discípulos de Nietzsche y de Foucault, la razón misma es sólo un medio de poder para imponer deseos individuales, no una instancia para examinar estos derechos según un criterio universal de lo aceptable para todos. Deseos sadomasoquistas tienen el mismo valor que el deseo de curar una enfermedad. Una manifestación en la que se exponían escenas sadistas asquerosas fue saludada oficialmente por el alcalde de Berlín. Lo importante es que el sádico lo haga con un masoquista, que está de acuerdo en ser tratado como basura.
Tras haber iniciado este camino, parece que ya no es posible detenerse. En la pequeña ciudad de Fulda, en la que está enterrado san Bonifacio, el apóstol de los alemanes, pasó lo siguiente el año pasado. Un hombre joven buscó por Internet a alguien que estuviese dispuesto a dejarse matar y comer por él. Y de hecho apareció uno, un ingeniero. Los dos se encontraron y se pusieron de acuerdo en el procedimiento. Al a víctima voluntaria se le cortaron, en primer lugar, los testículos, los asaron y se los comieron juntos. Luego el joven mató al ingeniero de varias cuchilladas, asó partes del cadáver y se las comió, congelando otras partes. Casi no es posible pensar una lesión más extrema de humanidad. El joven fue juzgado y condenado por homicidio, no por asesinato, a una pena limitada de cárcel. El hecho de que la víctima estuviese de acuerdo sirvió de atenuante en el juicio. Absolver a este hombre hubiera sido consecuente con el punto de vista del liberalismo individualista, según el principio volenti non fit iniuria (a quien está de acuerdo no se le hace injusticia). El estremecimiento que a todos recorre la espina dorsal, muestra para el liberal sólo que no hemos progresado todavía suficientemente en el camino de la emancipación con respecto a la naturaleza humana, y en el de la arbitrariedad de nuestras preferencias. Menciono sólo otros dos ejemplos de este abandono del fundamento común de humanidad que existe en todas las naciones civilizadas, al que, por ejemplo, los chinos llaman Tao y que entre nosotros se llama derecho natural.
El primero es la eutanasia, que, tras ser tabú a causa de la praxis nacionalsocialista, es aconsejada de nuevo hoy como un progreso. No puedo profundizar aquí en el tema y menciono sólo dos argumentos contra esta praxis –para aquellos para los cuales el mandamiento No matarás no significa nada–. Si es un derecho de un enfermo o de un hombre muy anciano el pedir a otro hombre que lo mate, entonces, tras un determinado tiempo, este derecho se convierte en un deber moral. Quien tiene un derecho, tiene la responsabilidad de hacer o no hacer uso de ese derecho. El enfermo, que tiene el derecho de pedir que lo maten, tiene desde ese momento la completa responsabilidad de todos los costes y fatigas que sus parientes y la sociedad habrán de sufragar para cuidarlo. De ahí se sigue la increíble presión moral de liberar a otros del propio peso, y la exigencia silenciosa de seguir la indicación: Ahí está la salida.
Justificaciones de la muerte
El segundo argumento es el siguiente: Los defensores de la eutanasia conservan para sí el derecho de juzgar si el deseo de morir está justificado o no. Están dispuestos a matar a depresivos, pero no a gente con males de amor. Juzgan cuándo una vida es digna de ser vivida y cuándo no. Pero, en tal caso, también podrían apropiarse el derecho de matar a hombres que no son capaces de expresar el propio acuerdo. Y esto sucede ya masivamente en Holanda, donde la cifra de los muertos sin consentimiento propio y sin castigo penal alcanza millares, y donde la gente mayor atraviesa la frontera y se va a residencias de ancianos alemanas, porque ya no se sienten seguros en las holandesas. Pero estos argumentos presuponen que al hombre no le está permitido hacer lo que quiera, sólo porque la sociedad se lo permita. Presuponen algo así como una ley moral natural.
Un terreno común semejante, un terreno de evidencias comunes, es en primer lugar el terreno de una cultura con costumbres morales comunes. No nos engañemos: la democracia presupone una cierta medida de homogeneidad cultural.
Pero estas costumbres tienen que enraizarse a su vez en una homogeneidad fundamental de todos los hombres, una homogeneidad de la naturaleza humana y de lo que los griegos llamaban justo según naturaleza. Una cooperación política pacífica entre cristianos e increyentes sólo es posible sobre esta base. Para los cristianos, la naturaleza humana y la razón práctica que descansa en ella son la revelación de la lex aeterna, de la voluntad eterna de Dios. Pero los cristianos creen, como decía san Pablo, que esta ley está escrita también en el corazón de los paganos. Sin embargo, san Pablo tenía ante los ojos a paganos para los cuales la pietas, la veneración, la piedad era la más importante de las virtudes. Ejemplo de un ilustrado radical, que ha superado toda piedad como superstición, es el Marqués de Sade, cuyo orgullo era no horrorizarse de nada en sus orgías. Horkheimer y Adorno tenían a Sade ante los ojos cuando escribieron que, al final, el único argumento contra el asesinato es religioso. De hecho, añadiría yo, todo argumento en cuestiones morales es religioso. Pues presupone la disponibilidad de, al menos, escuchar argumentos y someter el propio comportamiento a un mandamiento de la razón práctica. Y esta disponibilidad ya es religiosa, porque si Dios no existe, está vigente lo que escribía Dostojewski: «Todo está permitido». «Todo nos está permitido» era, por lo demás, también frase de Lenin.
Creyentes e increyentes se diferencian en que los increyentes tienen una fundamentación débil para aquello para lo que los creyentes tienen una fundamentación fuerte. Pero, como Habermas escribe de nuevo en su último libro, los hombres irreligiosos que resisten a la objetivización científico-técnica del hombre, tendrían que estar contentos, si los creyentes tienen para esta misma resistencia fundamentos más fuertes que los increyentes o los agnósticos.
Falta de fundamentos fuertes
Los fundamentos débiles de una vida como si Dios no existiese (etsi Deus non daretur) no penetran normalmente hasta la plena realidad, hasta el ser, la existencia del hombre. Se quedan en situaciones experimentadas subjetivamente por el hombre. Para ellos, como por ejemplo para Richard Rorty, nada es más importante que el placer y el dolor. Por tanto, ser persona coincide para ellos con la autoconciencia experimentable, el valor de la vida con las situaciones agradables experimentables, y la ofensa de la dignidad humana con la provocación experimentable de dolor, etc. Ahora bien, es posible mostrar con argumentos que esta limitación a lo subjetivamente experimentable no puede ser fundada a partir de la experiencia.
Al contrario, los hombres, cuando piensan espontáneamente, piensan de otro modo. Pueden afirmar mil veces teóricamente que el embrión no es aún un hombre, pero dicen sin problema alguno que ellos, personas que están diciendo Yo, fueron engendrados y estuvieron en el cuerpo de su madre. Y hay que haberse alejado ya mucho del Ta o humano para, con Peter Singer, negar el derecho a la vida de un bebé de un año, porque no tiene todavía autoconciencia.
Estos argumentos se salen fuera de la experiencia de la vida, de la experiencia de hombres normales. Y tampoco el argumento contra la eutanasia, que acabo de presentar, parte del mandamiento No matarás, sino del empeoramiento de la calidad de vida a través de la legalización del matar a petición. Quien dispone de una fundamentación fuerte, naturalmente puede usar también la débil, que es la base común de cristianos e increyentes, la base de una realidad estatal en la que participan ambos, de una paz, de una p a x nobis et illis communis, que es más que una tregua pasajera.
Robert Spaemann
1 comentario:
Sólo una acotación, señor. La homosexualidad es, en efecto, una desviación, un defecto. Pero decir que es biológico es arriesgado (mucho hay por aclarar al respecto: genoma, etc; y ya quisiera el lobby gay que así fuera). Es, más bien, un defecto psicológico (neurosis).
Su blog me gusta mucho, lo tengo en favoritos y lo leo todas las semanas.
Saludos
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