Este artículo, de Enrique Monasterio, me lo he reenviado o direccionado hacia mi Blog para que lo lea quien no tenga la oportunidad de verlo. Ahí va:
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Venía por la misma acera, y no tardó ni un segundo en reconocerme. A mí me costó algo más, ya que Patricia lucía pintura de guerra, uniforme de cuero y arandelas metálicas claveteadas por todas las partes visibles de su organismo.
(Como es sabido, algunas adolescentes –sólo algunas–, cuando se arreglan, no pretenden ponerse guapas, sino meter miedo a los adultos, sobre todo a sus propios padres, y, de paso, acallar con un disfraz belicoso los angustiosos complejos estéticos que padecen. Me temo que éste era el caso.)
— ¡Patricia!, ¡qué sorpresa!
A través de la pintura creí descubrir indicios de rubor. Me saludó la mar de cariñosa, pero sólo a duras penas accedió a entrar conmigo en el Colegio
— Un momento nada más, porque tengo prisa y estoy superagobiada.
Ya en el vestíbulo empezó a hacer pucheros.
— ¿No te irás a emocionar ahora?
— Es que soy tonta… Además era todo tan bonito. Cuando estábamos aquí con el uniforme, y cantábamos a la Virgen en el patio… Y yo era tan ingenua y tan boba.
Las lágrimas habían empezado a destrozarle el sólido estucado del cutis.
— Tampoco ha pasado tanto tiempo. Total…
— Sí, pero vivíamos en una burbuja. La vida real es diferente. Aquí todas están en las nubes.
— ¿Tú crees?
— Sí. Es bonito vivir así. Pero esto es irreal. Usted debería saberlo…
Cuando la belleza y la bondad son "ingenuidad" Tomó carrerilla, y con la lágrima puesta, habló un largo rato entre húmedos titubeos y confusos acelerones.
¿Por qué será que, cuando nos referimos a lo cutre, a lo sucio o incluso a lo pecaminoso, suponemos que eso y sólo eso es lo real; que la virtud, la pureza y la gracia de Dios no pertenecen a este mundo? Patricia sostenía esta tesis tantas veces oída, y me acusaba de vivir en una burbuja. Repitió la palabra cuatro o cinco veces, como si la tuviese bien aprendida: el colegio era una burbuja, ¿la Iglesia?, otra burbuja… Y las pláticas, los sacramentos. Y la alegría de aquellos años: todo falso, todo burbujas.
C. S. Lewis, en las "Cartas del diablo a su sobrino", pone en boca del demonio una serie de consejos dedicados a un tentador inexperto; y entre ellos le insta a inculcar en el cacumen de su paciente precisamente esta idea: que sólo son reales los aspectos más tristes y desgraciados de la existencia humana: los muertos en la guerra, la sangre, el odio, el egoísmo, la lujuria, la fealdad, la pobreza…, ¡esa es la realidad!, mientras que el amor, la generosidad, la santidad, la oración, la belleza, la alegría…, son alucinaciones, sentimientos pasajeros…, o una mera neblina intelectual que esconde quién sabe qué oscuros motivos, probablemente asquerosos.
Tengo la impresión de que el diagnóstico de Lewis es exacto: sí, hay un diablo pragmático y realista, encargado de amargarnos la existencia cada vez que uno se deja llevar por la "tentación" de la belleza, de la compasión o de la verdad. Suya es esa voz que, invariablemente, nos sugiere:
— No seas ingenuo; pon los pies en el suelo, aterriza, tío, que la vida es otra cosa; quítate la venda de los ojos, que se te ha ido la olla. Las cosas no funcionan así…
Porque la burbuja real Escuchando a Patricia y su teoría de la burbuja, dudaba si decirle estas cosas o si era mejor oírla en silencio para que se desahogase.
Me decidí por lo último, pero tomé nota mentalmente para escribir unas líneas con la esperanza de que las lea, y se reconozca. Aunque, pensándolo mejor, probablemente le mande este artículo por correo, sustituyendo el nombre falso de Patricia por el suyo auténtico. Y para concluir, le diré que no sea tonta, que vuelva a su añorada burbuja, ya que, al contrario de lo que le sugiere el Tentador, ella es bastante mejor persona de lo que imagina, y pertenece a otro mundo infinitamente más verdadero y consistente. Trataré de recordarle que Dios es mucho más real que toda la mugre que los hombres hemos sido capaces de generar en el Planeta; y que, aunque hubiese mil ríos contaminados, no por eso renunciaríamos a buscar manantiales de agua limpia. Envenenarse en nombre del realismo no es la solución.
Y si viene a verme, le contaré otra vez la parábola de aquel hijo pródigo que se escapó de casa y acabó suspirando por las algarrobas que comían los cerdos. Es probable que también él pensara que aquello era lo real y que su padre vivía en una burbuja.
— ¿Y usted cree que volverá Patricia?
— Si te digo que sí, ¿me acusarás de poner un final feliz sólo para que no se me pinche la burbuja?
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